martes, 26 de junio de 2007

En el colegio. Parte primera: los directores.

Como ya he dicho en otro sitio me eduqué desde los 4 hasta los 14 años en el colegio Fuensanta. Este colegio, católico y concertado, estaba en la calle Valladolid número 12, si no recuerdo mal. Actualmente creo que sigue funcionando como una academia, pero hace años que dejó de ser un colegio como tal. La puerta del colegio daba paso a un largo pasillo, a lo largo del cual se disponían las aulas, los baños y el despacho del director Don Vicente.

Don Vicente era un individuo bajito y de piel cetrina que se comportaba con crueldad con los alumnos, arreándonos cachetes o pellizcos de monja siempre que le dábamos excusa. Imagino que algo así sería impensable actualmente, pero entonces era lo normal, o al menos nos lo parecía. Que te mandasen castigado al despacho del director era lo peor que te podía pasar... Bueno, no, lo peor es que te mandasen castigado al pasillo y que el director te pillara en una de sus rondas: te agarraba de la oreja y te arrastraba escaleras abajo hasta su despacho, donde te ponía de rodillas con los brazos en cruz hasta que llegaba la siguiente clase. Tenía otra costumbre hoy impensable: fumar un Celta tras otro cuando daba sus clases, sin importarle que hubiera niños delante. Normalmente no nos daba clase, salvo cuando alguno de los profesores faltaba. En estas clases de sustitución se dedicaba a contarnos batallitas que, he de reconocer, eran bastante entretenidas: historias de serpientes a las que había cazado y diseccionado vivas para ver cómo latía su corazón, historias de santos, reinterpretaciones personales de las fábulas de Esopo y Samaniego... Algunas veces aprovechaba los conocimientos que como hijo testigo de Jehová había adquirido para pedirme que contara al resto de mis compañeros alguna historia de la Biblia mientras él fumaba tranquilamente sus Celtas sin filtro. Me tocaba entonces contarles a los demás mis historias favoritas: la tragedia de Sansón, la odisea de Jonás, el combate entre David Y Goliath...

Su mujer, la señorita Irene, también conocida como la directora, era algo mejor, salvo que la pillases en uno de sus días malos. Cuando agarraba uno de sus cabreos se ponía hecha una furia: se le hinchaban las venas de la garganta, se le congestionaba la cara y parecía que iba a darle un ataque... Un espectáculo aterrador. Era alta y enjuta, y le sacaba 2 cabezas al enano de su marido. Recuerdo cómo aprendí la tabla de multiplicar del 9 con ella. Su clase comenzó a las cuatro de la tarde, y al llegar las cinco, que era la hora de salida del colegio, no habíamos conseguido aprenderla. La buena mujer decidió retenernos hasta que pudiéramos recitarla. Hizo una especie de rondas y de uno en uno, por orden alfabético, nos iba preguntando la tabla. Si la recitabas de un tirón te dejaba irte, si no te la sabías tenías que esperar a que preguntara a todos los demás para tener de nuevo una oportunidad. Yo salí sobre las cinco y media. Mi pobre madre me estaba esperando a la salida del colegio. Pero por lo que al día siguiente me comentaron mis compañeros algunos salieron a las seis o incluso más tarde. Eso si, todo el mundo se aprendió la tabla.
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