martes, 3 de julio de 2007

En el colegio. Parte segunda: parvulitos.

En la España que me tocó vivir antes de comenzar la Educación General Básica (E.G.B.) se cursaban uno o dos años de “parvulitos”, similares a lo que hoy se conoce como cursos de preescolar.

Mi profesora de parvulitos se llamaba María. Por aquél entonces me parecía una mujer mayor, pero imagino que debía tener entre veinte y treinta años. Era bastante agradable, y con ella aprendimos a leer. Aún recuerdo mi primer día de clase. Mi madre me llevó de la mano hasta la escuela, y me acompañó hasta la que iba a ser mi aula. Yo fui contento durante todo el trayecto, sintiéndome importante por ser mi primer día de escuela. Mis padres me habían enseñado a leer un poco, y ya era capaz de escribir algunas letras, y me habían prometido que en el colegio aprendería mucho más. Pero cuando la señorita María dijo algo así como “ven, te quedas conmigo” y vi que mi madre se iba me entró el pánico y me puse a berrear como loco. Los siguientes dos o tres días fueron similares, hasta que finalmente acepté con resignación que debía quedarme me gustara o no.

En mis recuerdos aquel aula era enorme, de techos muy altos, con las paredes decoradas con imágenes de la película de Robin Hood de Walt Disney. Allí nos pasábamos el tiempo cantando, haciendo garabatos y aprendiendo a leer y a contar. Teníamos unas mesas circulares alrededor de las cuales nos sentábamos unos ocho o diez alumnos. Yo que ya sabía leer y casi escribir me aburría bastante, así que me dedicaba a hablar con mis compañeros y a montar follón, hasta que un día la profesora, harta de mí me mandó un castigo terrible: cambiarme de sitio e ir a la mesa de los mayores. Realmente era un castigo cruel: aquella mesa la ocupaban alumnos que por algún motivo no habían podido escolarizarse a la edad que les correspondía, y eran todos uno o dos años mayores que yo. Además recibieron la orden de vigilarme y de regañarme si me portaba mal. En su honor he de decir que cumplieron la orden con un celo y una persistencia admirables. Los cachetes y los pescozones me llovían por todas partes. De esta dura manera aprendí que en clase había que estar callado y sin molestar a los demás.

Nada más comenzar el segundo curso de parvulitos llamaron a mis padres para que fueran al colegio. Al parecer yo había vuelto a las andadas. Los “mayores” habían pasado a primer curso de la E.G.B y yo había quedado libre de su vigilancia. Para entonces leía de corrido y sabía hacer sumas y restas sencillas. Normalmente esto no se aprendía hasta el siguiente año. Así que la profesora, tras hablar con la dirección del centro, decidió que lo mejor para mí es que pasara directamente a primero, aunque me faltaba un año para tener la edad mínima para iniciar la E.G.B. A mis padres les pareció bien y así fue cómo durante toda la E.G.B fui un curso adelantado, estudiando con alumnos que eran un año mayores que yo. El problema surgió cuando terminé el último curso de la E.G.B. Los institutos de secundaria no querían aceptarme por no tener la edad mínima para matricularme, así que tuve que repetir el último curso de la E.G.B., lo cual fue, hasta cierto modo, un fastidio para mí.

Pero me estoy adelantado un poco. Volviendo a “parvulitos”, las clases comenzaban rezando un padre nuestro y un avemaría. Mi padre, como testigo de Jehová me advirtió que yo no debía rezar en el colegio. Debía ponerme en pie en señal de respeto como el resto de mis compañeros, pero no rezar. A los pocos días de comenzar las clases, cuando la profesora observó que no rezaba como los demás intentó obligarme a que lo hiciera. Yo le dije que no lo haría, porque mi padre me lo había prohibido. Llamaron a mi padre al colegio y tuvo una charla con el director, al que le explicó la situación: no quería que yo rezara en las clases, ni que participase en cumpleaños, representaciones de navidad, villancicos, y cualquier cosa que fuese contra la fe de los testigos de Jehová. Esto en aquella época era escandaloso, y más en un colegio católico. Francisco Franco todavía no había muerto y el catolicismo era casi obligatorio para cualquier español. El director, Don Vicente, amenazó a mi padre con expulsarme del colegio si no aceptaba participar en los actos católicos del centro. Afortunadamente, aunque Franco aún vivía, se había promulgado una ley, en concreo la 46/67, que regulaba el Derecho Civil a la Libertad Religiosa de las asociaciones confesionales no católicas , y mi padre pudo hacerle ver, con la ley en la mano, que aunque el catolicismo era la religión oficial del estado español los españoles eran libres para escoger la religión que quisieran profesar. El director finalmente cedió ante el temor de que mi padre pudiera denunciarle, y así es como me salvé de ser expulsado.

3 comentarios:

pronetpc.com dijo...

visitandote desde meneame por tu comentario en el hilo de los Testigos

felicidades por la escritura que se hace amena y te animo a escribir mas post :P

Yo soy del 74 y he vivido en la zona zur de madrid casi tod mi vida asi que no me pillan muy lejanos tus comentarios; tambien tengo amigos testigos siempre intentando engancharme :P)

Upjhon dijo...

Gracias por tu comentario, Francisco. Acabo de volver de vacaciones y voy a ver si le doy un empujoncito al blog.
Un saludo, amigo.

Anónimo dijo...

Yo no curse preescolar allí, sino recuerdo mal estuve en aquel campo de concentración hasta 7º de EGB, donde no aprendía mas que a perder el tiempo, hasta que me cambiaron de centro, aun recuerdo la mezquindad y la crueldad de aquel centro, inviernos sin calefacción y castigos físicos y burlas de las SS (Profesores) Hoy en día hemos evolucionado y esto es impensable, alguna vez he coincidido con alguno de las SS (profesores) Por la calle y se me han revuelto las tripas.

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