martes, 21 de agosto de 2007

En el colegio. Parte tercera: de primer a quinto curso.

Como ya he mencionado anteriormente me salté el segundo curso de parvulitos y me pasaron directamente a primer curso. La verdad es que no conservo demasiados recuerdos del colegio entre los cursos de primero a quinto. Pero recuerdo algo que hice y que fue particularmente desagradable. Creo que fue en primero. Era por la tarde, y yo estaba coloreando un cuaderno de dibujos que me había traído de casa. El niño que estaba sentado frente a mí me quitó el cuaderno, y no quería devolvérmelo. Yo me enfadé mucho y reaccioné muy mal: cogí uno de mis lápices y se lo clavé en la cabeza. El niño comenzó a gritar y a sangrar. La profesora vino corriendo y cuando se enteró de lo que había pasado me echó una bronca tremenda. La hemorragia no paraba, y yo le dije a la profesora que tenía un pañuelo. Me lo arrancó de malos modos de la mano, lo aplicó sobre la herida y poco a poco cesó la hemorragia. Dijo que se lo iba a decir a mis padres para que me castigaran, pero finalmente no lo hizo y yo tampoco, con lo cual ahí quedó la cosa. Pero meses más tardes mi madre me cogió por banda y me preguntó qué es lo que le había hecho a aquel niño. Yo ya casi ni me acordaba. Resulta que mi madre se encontró con la madre de aquel niño en la panadería y esta le contó que por mi culpa habían tenido que operar a su hijo para sacarle un trozo de mina que se le había quedado clavado en el hueso de la cabeza... Horrible, vamos. Perdonad que os cuente esta historia tan truculenta, pero es una de las peores cosas que recuerdo haber hecho en un ataque de ira, y la cuento tal y como ocurrió.

Por lo demás, la vida en aquella época trascurría plácidamente, sin apenas sobresaltos. Mi padre comenzó a ocuparse de nuestra educación como Testigos de Jehová, utilizando para ello pricipalmente el libro "Escuchando al gran maestro", un libro publicado por los testigos de Jehová y especialmente pensado para que los niños se familiarizaran con las enseñanzas de Jesús, o al menos con esas enseñanzas vistas bajo el prisma de la doctrina de los testigos. Por ejemplo, había un capítulo dedicado a explicar por qué no debíamos celebrar los cumpleaños: en el cumpleaños de Herodes, Juan el Bautista fue ejecutado. Esto, añadido a que en el único otro cumpleaños que se cita en la Biblia, el cumpleaños del faraón que liberó a José, fue ejecutada otra persona es la base que tienen los testigos de Jehová para prohibir los cumpleaños. En ningún lugar de la Biblia podréis encontrar un miserable versículo que prohiba expresamente la celebración de cumpleaños, pero bastan estos dos episodios para que varios millones de testigos de Jehová no celebren su cumpleaños. Curioso, ¿verdad?

Cada vez que uno de mis compañeros del colegio cumplía años solía traer caramelos para repartirlos en la clase. Yo debía mantenerme al margen de todo esto, así que no podía aceptar los caramelos ni, por supuesto, felicitar al homenajeado. Esto chocaba mucho a mis compañeros, algunos se enfadaban y otros lo tomaban con filosofía, encogiéndose de hombros y pensando: pobrecito, es testigo de Jehová. Finalmente entre todos urdimos una treta: en vez de darme los caramelos el día del cumpleaños me los daban al día siguiente y así ya podía aceptarlos sin problemas teológicos. Si de esto se hubiera enterado mi padre no creo que le hubiera parecido muy bien, pero mi conciencia infantil lo encontraba aceptable.

Ya era bastante mayorcito como para asistir a todas las reuniones y para acompañar a mi padre a "predicar", es decir, a visitar las casas de los vecinos de Alcorcón intentando vender las publicaciones de los testigos. Quizás a alguno de los que lean este post les choque que diga "vender", pero es que en aquella época, las publicaciones se vendían por un precio fijo que venía en la propia portada de la revista. Posteriormente, a finales de los 80 si no recuerdo mal, se cambió esto, y las publicaciones comenzaron a ofrecerse a cambio de un donativo voluntario. Esto se explicó entonces aduciendo que las enseñanzas de la Biblia había que ofrecerlas gratuitamente, pero en realidad era una maniobra para evitar que el estado español pudiera pensar que la distribución de las publicaciones era una actividad lucrativa, como había ocurrido en otros países.

Ir a predicar es una actividad de lo más aburrida. Para mí era un sufrimiento insoportable. Normalmente cada "jornada" de predicación duraba 2 horas: 2 horas de subir y bajar escaleras, de aguantar insultos y desprecios, de poner buena cara aunque por dentro te hirviera la sangre... De vez en cuando leo por ahí comentarios de gente que presume de haber pasado un buen rato insultando o vejando a los testigos que habían llamado a su puerta. Yo entiendo que para el que recibe continuamente sus visitas son una especie de plaga, pero me da pena ver que se olvida que tras el testigo de Jehová que tan ridículo nos parece, con su traje, su corbata y sus extrañas creencias, hay una persona tan digna de respeto como las demás, que se limita a cumplir con la que cree que es su misión en la vida. Por favor, recordad esto la próxima vez que os visiten u os aborden por la calle. Es tan fácil (o difícil) "deshacerse" de un testigo de Jehová usando buenos o malos modales, ¿o no?

martes, 3 de julio de 2007

En el colegio. Parte segunda: parvulitos.

En la España que me tocó vivir antes de comenzar la Educación General Básica (E.G.B.) se cursaban uno o dos años de “parvulitos”, similares a lo que hoy se conoce como cursos de preescolar.

Mi profesora de parvulitos se llamaba María. Por aquél entonces me parecía una mujer mayor, pero imagino que debía tener entre veinte y treinta años. Era bastante agradable, y con ella aprendimos a leer. Aún recuerdo mi primer día de clase. Mi madre me llevó de la mano hasta la escuela, y me acompañó hasta la que iba a ser mi aula. Yo fui contento durante todo el trayecto, sintiéndome importante por ser mi primer día de escuela. Mis padres me habían enseñado a leer un poco, y ya era capaz de escribir algunas letras, y me habían prometido que en el colegio aprendería mucho más. Pero cuando la señorita María dijo algo así como “ven, te quedas conmigo” y vi que mi madre se iba me entró el pánico y me puse a berrear como loco. Los siguientes dos o tres días fueron similares, hasta que finalmente acepté con resignación que debía quedarme me gustara o no.

En mis recuerdos aquel aula era enorme, de techos muy altos, con las paredes decoradas con imágenes de la película de Robin Hood de Walt Disney. Allí nos pasábamos el tiempo cantando, haciendo garabatos y aprendiendo a leer y a contar. Teníamos unas mesas circulares alrededor de las cuales nos sentábamos unos ocho o diez alumnos. Yo que ya sabía leer y casi escribir me aburría bastante, así que me dedicaba a hablar con mis compañeros y a montar follón, hasta que un día la profesora, harta de mí me mandó un castigo terrible: cambiarme de sitio e ir a la mesa de los mayores. Realmente era un castigo cruel: aquella mesa la ocupaban alumnos que por algún motivo no habían podido escolarizarse a la edad que les correspondía, y eran todos uno o dos años mayores que yo. Además recibieron la orden de vigilarme y de regañarme si me portaba mal. En su honor he de decir que cumplieron la orden con un celo y una persistencia admirables. Los cachetes y los pescozones me llovían por todas partes. De esta dura manera aprendí que en clase había que estar callado y sin molestar a los demás.

Nada más comenzar el segundo curso de parvulitos llamaron a mis padres para que fueran al colegio. Al parecer yo había vuelto a las andadas. Los “mayores” habían pasado a primer curso de la E.G.B y yo había quedado libre de su vigilancia. Para entonces leía de corrido y sabía hacer sumas y restas sencillas. Normalmente esto no se aprendía hasta el siguiente año. Así que la profesora, tras hablar con la dirección del centro, decidió que lo mejor para mí es que pasara directamente a primero, aunque me faltaba un año para tener la edad mínima para iniciar la E.G.B. A mis padres les pareció bien y así fue cómo durante toda la E.G.B fui un curso adelantado, estudiando con alumnos que eran un año mayores que yo. El problema surgió cuando terminé el último curso de la E.G.B. Los institutos de secundaria no querían aceptarme por no tener la edad mínima para matricularme, así que tuve que repetir el último curso de la E.G.B., lo cual fue, hasta cierto modo, un fastidio para mí.

Pero me estoy adelantado un poco. Volviendo a “parvulitos”, las clases comenzaban rezando un padre nuestro y un avemaría. Mi padre, como testigo de Jehová me advirtió que yo no debía rezar en el colegio. Debía ponerme en pie en señal de respeto como el resto de mis compañeros, pero no rezar. A los pocos días de comenzar las clases, cuando la profesora observó que no rezaba como los demás intentó obligarme a que lo hiciera. Yo le dije que no lo haría, porque mi padre me lo había prohibido. Llamaron a mi padre al colegio y tuvo una charla con el director, al que le explicó la situación: no quería que yo rezara en las clases, ni que participase en cumpleaños, representaciones de navidad, villancicos, y cualquier cosa que fuese contra la fe de los testigos de Jehová. Esto en aquella época era escandaloso, y más en un colegio católico. Francisco Franco todavía no había muerto y el catolicismo era casi obligatorio para cualquier español. El director, Don Vicente, amenazó a mi padre con expulsarme del colegio si no aceptaba participar en los actos católicos del centro. Afortunadamente, aunque Franco aún vivía, se había promulgado una ley, en concreo la 46/67, que regulaba el Derecho Civil a la Libertad Religiosa de las asociaciones confesionales no católicas , y mi padre pudo hacerle ver, con la ley en la mano, que aunque el catolicismo era la religión oficial del estado español los españoles eran libres para escoger la religión que quisieran profesar. El director finalmente cedió ante el temor de que mi padre pudiera denunciarle, y así es como me salvé de ser expulsado.

martes, 26 de junio de 2007

En el colegio. Parte primera: los directores.

Como ya he dicho en otro sitio me eduqué desde los 4 hasta los 14 años en el colegio Fuensanta. Este colegio, católico y concertado, estaba en la calle Valladolid número 12, si no recuerdo mal. Actualmente creo que sigue funcionando como una academia, pero hace años que dejó de ser un colegio como tal. La puerta del colegio daba paso a un largo pasillo, a lo largo del cual se disponían las aulas, los baños y el despacho del director Don Vicente.

Don Vicente era un individuo bajito y de piel cetrina que se comportaba con crueldad con los alumnos, arreándonos cachetes o pellizcos de monja siempre que le dábamos excusa. Imagino que algo así sería impensable actualmente, pero entonces era lo normal, o al menos nos lo parecía. Que te mandasen castigado al despacho del director era lo peor que te podía pasar... Bueno, no, lo peor es que te mandasen castigado al pasillo y que el director te pillara en una de sus rondas: te agarraba de la oreja y te arrastraba escaleras abajo hasta su despacho, donde te ponía de rodillas con los brazos en cruz hasta que llegaba la siguiente clase. Tenía otra costumbre hoy impensable: fumar un Celta tras otro cuando daba sus clases, sin importarle que hubiera niños delante. Normalmente no nos daba clase, salvo cuando alguno de los profesores faltaba. En estas clases de sustitución se dedicaba a contarnos batallitas que, he de reconocer, eran bastante entretenidas: historias de serpientes a las que había cazado y diseccionado vivas para ver cómo latía su corazón, historias de santos, reinterpretaciones personales de las fábulas de Esopo y Samaniego... Algunas veces aprovechaba los conocimientos que como hijo testigo de Jehová había adquirido para pedirme que contara al resto de mis compañeros alguna historia de la Biblia mientras él fumaba tranquilamente sus Celtas sin filtro. Me tocaba entonces contarles a los demás mis historias favoritas: la tragedia de Sansón, la odisea de Jonás, el combate entre David Y Goliath...

Su mujer, la señorita Irene, también conocida como la directora, era algo mejor, salvo que la pillases en uno de sus días malos. Cuando agarraba uno de sus cabreos se ponía hecha una furia: se le hinchaban las venas de la garganta, se le congestionaba la cara y parecía que iba a darle un ataque... Un espectáculo aterrador. Era alta y enjuta, y le sacaba 2 cabezas al enano de su marido. Recuerdo cómo aprendí la tabla de multiplicar del 9 con ella. Su clase comenzó a las cuatro de la tarde, y al llegar las cinco, que era la hora de salida del colegio, no habíamos conseguido aprenderla. La buena mujer decidió retenernos hasta que pudiéramos recitarla. Hizo una especie de rondas y de uno en uno, por orden alfabético, nos iba preguntando la tabla. Si la recitabas de un tirón te dejaba irte, si no te la sabías tenías que esperar a que preguntara a todos los demás para tener de nuevo una oportunidad. Yo salí sobre las cinco y media. Mi pobre madre me estaba esperando a la salida del colegio. Pero por lo que al día siguiente me comentaron mis compañeros algunos salieron a las seis o incluso más tarde. Eso si, todo el mundo se aprendió la tabla.

lunes, 25 de junio de 2007

Llegan los testigos

Voy a hablar de un tema del que siempre guardo silencio. A pesar del tiempo que ha pasado me cuesta hablar de él, incluso con la gente que está más cerca de mí. Voy a usar este blog para desahogarme un poco. Mi objetivo es contar las cosas tal y como las he vivido y sin molestar a nadie. Espero conseguirlo.
Cuando yo rondaba los dos años de edad dos señores llamaron a la puerta de nuestra casa. Vestían de traje y corbata y ofrecían unas revistas religiosas. Imagino que sabréis ya quiénes eran: eran testigos de Jehová. En aquella primera visita mi padre no les hizo mucho caso, ni siquiera compró sus revistas, aunque estuvo un rato hablando con ellos.
A la semana siguiente volvieron, pero no llamaron a la puerta de nuestra casa. Llamaron a la casa de unos vecinos. Mi padre les vio y se sorprendió de que visitaran a los vecinos y no a él. Salió a la escalera y les preguntó por qué no habían vuelto a visitarle. Le dijeron que visitaron al vecino porque compró unas revistas y venían a ver qué le habían parecido, pero que si mi padre quería le visitarían, aunque no comprara las revistas. Así es como mi padre tomo contacto con los testigos de Jehová. Algún tiempo después se bautizo, y siguiendo las normas de los testigos de Jehová quiso que el resto de su familia siguiera sus pasos. Mi madre nunca quiso tener nada que ver con ellos, pero nosotros, como hijos menores de edad fuimos educados en sus creencias.
Como comprenderéis la decisión que tomó mi padre nos marcó a todos profundamente. Fuimos educados como testigos de Jehová con todas sus consecuencias. Mi madre fue la única que se mantuvo al margen, pero el resto no tuvimos opción, no éramos más que unos niños.
Recuerdo el nombre de la persona que metió a mi padre en los testigos de Jehová. Se llamaba Rafael Higueras. Supongo que no importa que diga su nombre. En mis recuerdos siempre lleva un traje verde, que hacía que mi padre le llamara cariñosamente "lagartija". También recuerdo que tenía una hija bastente guapa y un año o dos mayor que yo pero eso no viene al caso ahora.
Como decía, la decisión de mi padre nos marcó bastante. Cuando cumplí los 4 años comencé a ir al colegio que estaba más cerca de mi casa. Era el colegio "Fuensanta", apenas a 200 metros de mi casa, un colegio católico subvencionado, dirigido por un matrimonio del que aún recuerdo el nombre: Don Vicente y Doña Irene. En aquella época postfranquista la vida de un niño testigo de Jehová en un colegio católico no era fácil, pero he de decir que aunque nuestra religión era distinta nos respetaban. Nuestra firme educación como testigos de Jehová hacía que fuésemos niños modelo que no daban ningún problema en el colegio, y eso ayudó bastante. De todas maneras no quería hablar aquí de mi colegio, ya lo haré en otra ocasión.
Desde el momento en que mi padre decidió hacerse (y hacernos) testigos de Jehová se terminaron muchas cosas como los cumpleaños y las navidades. He de decir que nunca eché de menos esas cosas, quizás porque era demasiado pequeño para darme cuenta de que las perdía. Sí recuerdo los largos paseos que nos dábamos con mi padre 3 días a la semana para acudir a las reuniones de los testigos de Jehová. Es un recuerdo vago, de un niño de 2 ó 3 años yendo con su padre en una caminata de unos 25 minutos hasta el antiguo Salón del Reino de los Testigos de Jehová. Así es como llaman a sus centros de reunión. Afortunadamente cambiaron de ubicación y compraron un local más cerca de mi casa, a escasos 10 minutos, pero para entonces yo debía tener 5 ó 6 años.
Las reuniones de los testigos de Jehová son una tortura, sobre todo para un niño pequeño: 2 días a la semana se reúnen durante 2 horas, y un tercero durante una hora. Durante ese tiempo teníamos que permanecer en absoluto silencio y atentos a los que dijera el orador de turno. Si no lo hacíamos así el cachete era inevitable cuando volvíamos a casa. Aprendí a dejar volar mi imaginación durante el tiempo que duraban las reuniones. Es algo que echo de menos ahora, poder estar 2 horas sin hacer nada, simplemente divagando... Algo bueno debían tener esas reuniones, ¿no?
Lo que más me gustaba de las reuniones eran los "cánticos". Llamaban así al momento en que toda la congregación se ponía en pie para cantar. Todos teníamos nuestro propio "cancionero" y cantábamos juntos al comienzo, a la mitad y al final de las reuniones de dos horas. Aún me sigue gustando cantar, pero eso lo contaré en otro lugar si puedo.
Cuando íbamos a las reuniones teníamos que vestir de traje y corbata. Imaginaros la vergüenza que tenía que pasar, saliendo de mi casa todo encorbatado caminando hasta el Salón del Reino. Era inevitable cruzarme alguna vez con compañeros de colegio o con vecinos. Yo era, y soy, bastante tímido y para mí era un suplicio cruzarme con cualquier conocido. Pero había que hacerlo, era mi obligación como testigo de Jehová.
De mi infancia y juventud como testigo de Jehová época guardo recuerdos dulces pero también amargos. Hice muy buenos amigos, ahora perdidos para siempre, alguno de los cuales nombraré aquí: Luisito, Juan Carlos, José Antonio, Alberto, Daniel... Seguramente me olvidaré de muchos. También me creé unos pocos enemigos, aunque como testigos de Jehová todos éramos hermanos: la insufrible Alicia, su hermana Marta y sus padres. Eran realmente odiosos todos ellos. Citaría a alguno más, pero no voy a ser tan mezquino. Bueno, sí, citaré a uno más: se llamaba César, un señor gordo y siempre sudoroso, al que vete a saber por qué le caía mal y aprovechaba cada vez que podía para hacerme la vida imposible. Creo que él solo se merece una entrada completa. Me lo anoto para más adelante.
Cuando crecí un poco más también conocí el amor allí. Esto quizás lo cuente en algún otro momento, o quizás no, ya veré.
Nuestra congregación estaba dirigida por Gregorio, el anciano de la congregación. Cuando digo "el" anciano no significa que los testigos de Jehová tengan un único anciano por congregación, sino que este señor se las arregló para permanecer mucho tiempo como el único anciano de la nuestra. Dudo qué podría ganar con ello, puesto que los ancianos de los testigos de Jehová no cobran dinero, esto os lo puedo asegurar, pero imagino que como en todas partes el poder corrompe, y el tal Gregorio era una persona ávida de manejar a su antojo a las personas. Era una persona carente de estudios, pero un gran orador, he de reconocerlo, con un carisma especial, que a mi modo de ver le hacía repelente y atractivo al mismo tiempo. Era duro e implacable cumpliendo su misión de pastorear la congregación y nadie osaba llevarle la contraria. Manejaba la Biblia como un florete y conocía los escritos más oscuros de la primera época de los testigos de Jehová. Claro que este conocimiento no lo compartía con casi nadie: aquellos escritos de los testigos de Jehová poco tienen que ver con los actuales, y su lectura hubiera suscitado demasiadas dudas en las mentes de los más débiles. También recuerdo que era calvo, y que en verano, mientras discusaba bajo el calor de los focos, el sudor le caía a chorretones por la frente.
En fin, ahora me conocéis un poco más. Fui educado como testigo de Jehová desde los 2 años hasta los 21, fecha en la que decidí dejarlos. En mi opinión tiempo más que suficiente para conocerlos y dejarlos, aunque otros, como mi propio padre, lleven ya más de 30 años atrapados en sus redes.

Un poco de mi familia

Creo que debo hablar un poco de mi familia, de mis padres y mis hermanos. Mi padre nació en Madrid capital y mi madre en Añover de Tajo, un pueblo de Toledo fronterizo con Madrid. Mi madre tuvo que venir a trabajar a Madrid con su hermana y con mi abuela, y así es como pudo conocer a mi padre. Son dos excelentes personas los dos, que puede uno decir de sus padres, y aunque por mi modo de ser no soy muy dado a demostrar mi cariño a nadie los quiero mucho y creo que ellos lo saben. Ya van siendo mayores y comienzan con sus achaques y me apena ver que se van haciendo viejos. A ellos les debo casi todo, empezando por la propia vida, claro está, y siguiendo por todo lo demás: la comida, la educación,...
Soy el mayor de 4 hermanos. Tengo 1 hermana con la que me llevo un año, otro hermano con el que me llevo 2 años y un hermano más con el que me llevo 13 años.
Mi hermana y yo nunca nos hemos llevado demasiado bien. Bueno, esto no es totalmente cierto, la verdad. Cuando éramos pequeños nos llevábamos bien, pero cuando alcanzamos la pubertad empezamos a llevarnos peor. Supongo que serían las hormonas, no lo sé.
Con mi siguiente hermano siempre me he llevado algo mejor, aunque como ni uno ni otro somos muy dados a externalizar nuestras emociones parezca que no nos mostramos cariño.
De mi hermano más pequeño me siento un poco responsable. Cuando nació yo ya tenía 13 años y pude participar un poco en su educación, desde cambiarle los pañales hasta ayudarle a aprender a leer. Ahora es un mocetón de veinte y muchos años que da gusto verle.
En resumen esa es mi familia, una familia como cualquier otra de clase media baja. Durante algunas épocas hemos pasado apuros económicos y hemos tenido que apretarnos el cinturón, pero hemos salido adelante, gracias principalmente al esfuerzo de nuestros padres.

Un poco de Alcorcón

Nací hace ya muchos años, en concreto en 1970, y mi infancia transcurrió en Alcorcón, una población en el sudoeste de Madrid.
Mis padres se mudaron allí cuando yo era un bebé. Me contaron que anteriormente vivíamos en un piso cerca del estadio Vicente Calderón, aunque yo de eso no recuerdo nada, claro.
Me gustaba nuestro piso de Alcorcón. Mis padres pagaron por él 185.000 pesetas. Era un piso pequeño, un cuarto sin ascensor con tres habitaciones y apenas 60 metros cuadrados, pero en aquella época lindaba con los campos de cultivo, y desde nuestra terraza se veían los trigales y los campos de cebada. Cuando fuimos allí a vivir no había farolas en las calles y como éstas estaban sin asfaltar en cuanto llovía un poco todo se llenaba de barro. Justo bajo nuestra terraza, en la calle Cerrajón se formaba un gran charco que durante los meses de primavera se llenaba de ranas salidas de no se sabe dónde.
Tanto la terraza como la ventana de mi habitación daban hacia el oeste. Quizás por eso me gusten tanto las puestas de sol: me acostumbré a ver cómo se ocultaba cada día tras las montañas que se recortaban al horizonte.
Por desgracia Alcorcón fue creciendo y todo fue cambiando. Han construido casas y más casas, y el charco de las ranas es ahora una calle perfectamente asfaltada y llena de plazas de aparcamiento. Los campos de cultivo son ahora urbanizaciones. No queda nada de todo aquello. Sólo un montón de buenos recuerdos que iré compartiendo aquí poco a poco.
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